martes, 2 de enero de 2018

Aldea del Rey, castillo de Calatrava la Nueva (1)

Nunca pensé, no estaba en mi conocimiento ni en mi ánimo de aquellos años, que dos lustros después de subir a tan mágico lugar y castillear la fortaleza más fascinante que hasta entonces yo había paseado, estaría  embarcado, con moderada pasión, en uno de los tres o cuatro entretenimientos que llenan hoy mi tiempo libre. De haber sido así, seguramente la mirada de aquel día hubiera sido otra y el lápiz estaría hoy más afilado.

Me llevó a una localidad vecina una circunstancia que nos ocupó tres días de calendario y largos ratos de desocupación. Una de aquellas pausas fue llenada con la visita, pasado el mediodía, al que era y no ha dejado de ser, uno de los grandes en la lista de los mejores que siempre he tenido en mi cabeza.

Pero como la visita nunca estuvo planeada —que fue una propuesta surgida ante la indecisión sobre las opciones de empleo de las horas de la tarde—, no tenía preparada documentación alguna, ni disponía de los recursos actuales de la red que pudieran ayudarme a ello; y para colmo estrenaba en aquel viaje la que fue mi primera cámara digital, pequeña y básica, sin apenas dominio sobre ella. Lo que, luego comprobaría, tampoco fue un grave contratiempo.

Si hubiera ido documentalmente preparado, habría permanecido largo rato en el aparcamiento que se abre al final del camino de ascenso, empapándome de su vida, antes de atravesar la puerta. Un camino, por cierto, muy bien acondicionado para su uso y su época, que se lo prepararon, tal que así, a Felipe II allá por 1560 para que pudiera superar con facilidad los poco más de novecientos metros de altitud que alza este cerro llamado de Alacranejo. Porque subir por otras sendas, que las hay, le hubiera sido complicado, entre tan densa vegetación y pedregales. Y, al fin y al cabo, él pasó a la historia como el Rey Prudente.

Decía, que si hubiera ido dispuesto con papeles y datos, habría leído, mientras mirara a ratos los soberbios muros que parecen surgir esculpidos en la roca, que en esta montaña ya estuvo el hombre en la Edad del Bronce, y mucho más tarde los visigodos se asentaron en ella,  estableciendo un campamento.

Pero las primeras noticias, documentadas y fidedignas, que de él se tienen, y de un señor llamado Nuño de Lara que lo habitaba, son de 1187 y era conocido, el castillo, no el señor, como de Dueñas o castillo de Dios.

Sus propietarios eran Rodrigo Gutiérrez Girón y señora, que dividieron en dos partes todas sus posesiones y fortuna, donando la mitad a la Orden de Calatrava, y la otra mitad a sus hijos. En 1194, éstos venden sus derechos sobre su herencia a la Orden, quedándose ésta con el viejo castillo de Dueñas y sus bienes y tierras. Siete años después, el rey Alfonso VIII confirmaría la propiedad de los caballeros calatravos.

En 1211 los musulmanes se hacen con el vecino castillo de Salvatierra —que estaba en poder de los calatravos desde 1198, y era sede provisional de la orden, pues Almanzor les había arrebatado Calatrava la Vieja tras la derrota de Alarcos en 1195—; ambos castillos,  Calatrava la Vieja y Salvatierra, volverán a manos cristianas en 1210 y 1213, respectivamente.

Mientras tanto, en 1212, concretamente el 16 de julio, sucede la batalla de Las Navas de Tolosa, la derrota de los almohades y la reestructuración de las fronteras.

A partir de entonces, desde el cerro de Alacranejo, frente al castillo de Salvatierra, se controlará de manera segura el puerto de Calatrava, obligado paso hacia el sur desde Castilla.

Y ese es el lugar que la Orden de Calatrava elegirá, tras la batalla de Las Navas de Tolosa, no sólo como avanzada para la conquista de Al-Andalus, sino como lo que en el futuro será su sede secular, el más importante monasterio fortificado de la Península.

Los caballeros de la orden de Calatrava lo construyen entre los años 1213 y 1217. Poco tiempo hacía que había tenido lugar la batalla de Las Navas y muchos de los prisioneros árabes de aquella fueron utilizados como mano de obra en su construcción.

Fue una de las fortificaciones más importantes de la Península y también la sede maestral, durante siglos, de esta poderosa orden militar. Sustituía a la que había su sede fundacional, Calatrava la Vieja, desde mediados del siglo XII, y en su memoria se levantó.

Y como gran sede que iba a ser, la dotaron de convento, de iglesia, de hospedería y de una puebla que rodearon de fuertes y numerosos muros hasta formar una auténtica ciudad fuerte.

Pero en el siglo XIV sus recios muros no tienen nada ni nadie de quien defenderse, ni a quien atacar, así que de manera sosegada y gradual, pierde su condición militar y se dedica exclusivamente a funciones religiosas. Los monjes adaptan el inmenso recinto y sus edificaciones a ese único uso y allí permanecen más de cuatro siglos.

Durante todo aquel tiempo hacen más reformas y levantan nuevos edificios, hasta que a principios del siglo XIX, tras las primeras desamortizaciones fue abandonado de manera definitiva. La sede de la orden se trasladó a la vecina Almagro y a pesar de que en 1854 fue declarado Monumento Histórico Nacional, las edificaciones se sumieron en la más triste desidia.

En la Segunda República se le otorgó la categoría de Bien de Interés Cultural, lo que motivó que se emprendieran algunas restauraciones, aunque no todo lo fieles que debieran.

 


Hoy, afortunadamente, puede ser paseado y disfrutado. Es uno de los mejores edificios medievales que posee este país que, por gracia o desgracia, no aparece en esas numerosas y variopintas listas con las que frecuentemente nos regalan revistas de turismo o páginas web. Error enorme el que comenten sus autores al no incluirlo; allá ellos con su ignorancia.

Punto y seguido.

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