Nunca pensé, no estaba en mi conocimiento ni en mi ánimo de aquellos años, que dos lustros después de subir a tan mágico lugar y castillear la fortaleza más fascinante que hasta entonces yo había paseado, estaría embarcado, con moderada pasión, en uno de los tres o cuatro entretenimientos que llenan hoy mi tiempo libre. De haber sido así, seguramente la mirada de aquel día hubiera sido otra y el lápiz estaría hoy más afilado.
Me llevó a
una localidad vecina una circunstancia que nos ocupó tres días de calendario y
largos ratos de desocupación. Una de aquellas pausas fue llenada con la visita,
pasado el mediodía, al que era y no ha dejado de ser, uno de los grandes en la
lista de los mejores que siempre he tenido en mi cabeza.
Pero como la visita nunca estuvo planeada —que fue una propuesta surgida ante la indecisión sobre las opciones de empleo de las horas de la tarde—, no tenía preparada documentación alguna, ni disponía de los recursos actuales de la red que pudieran ayudarme a ello; y para colmo estrenaba en aquel viaje la que fue mi primera cámara digital, pequeña y básica, sin apenas dominio sobre ella. Lo que, luego comprobaría, tampoco fue un grave contratiempo.
Si hubiera
ido documentalmente preparado, habría permanecido largo rato en el aparcamiento
que se abre al final del camino de ascenso, empapándome de su vida, antes de
atravesar la puerta. Un camino, por cierto, muy bien acondicionado para su uso
y su época, que se lo prepararon, tal que así, a Felipe II allá por 1560 para
que pudiera superar con facilidad los poco más de novecientos metros de altitud
que alza este cerro llamado de Alacranejo. Porque subir por otras sendas, que
las hay, le hubiera sido complicado, entre tan densa vegetación y pedregales.
Y, al fin y al cabo, él pasó a la historia como el Rey Prudente.
Decía, que si hubiera ido dispuesto con papeles y datos, habría leído, mientras mirara a ratos los soberbios muros que parecen surgir esculpidos en la roca, que en esta montaña ya estuvo el hombre en la Edad del Bronce, y mucho más tarde los visigodos se asentaron en ella, estableciendo un campamento.
Pero las primeras
noticias, documentadas y fidedignas, que de él se tienen, y de un señor llamado
Nuño de Lara que lo habitaba, son de 1187
y era conocido, el castillo, no el señor, como de Dueñas o castillo de Dios.
Sus propietarios eran
Rodrigo Gutiérrez Girón y señora, que dividieron en dos partes todas sus
posesiones y fortuna, donando la mitad a la Orden de Calatrava, y la otra mitad
a sus hijos. En 1194, éstos venden
sus derechos sobre su herencia a la Orden, quedándose ésta con el viejo
castillo de Dueñas y sus bienes y tierras. Siete años después, el rey Alfonso
VIII confirmaría la propiedad de los caballeros calatravos.
En 1211 los musulmanes se hacen con el vecino castillo de Salvatierra
—que estaba en poder de los calatravos desde 1198, y era sede provisional
de la orden, pues Almanzor les había arrebatado Calatrava la Vieja tras la
derrota de Alarcos en 1195—; ambos castillos, Calatrava la Vieja y Salvatierra, volverán a
manos cristianas en 1210 y 1213, respectivamente.
Mientras tanto, en 1212, concretamente el 16 de julio, sucede la batalla de Las
Navas de Tolosa, la derrota de los almohades y la reestructuración de las
fronteras.
A partir de entonces, desde
el cerro de Alacranejo, frente al castillo de Salvatierra, se controlará de
manera segura el puerto de Calatrava, obligado paso hacia el sur desde
Castilla.
Y ese es el lugar que la
Orden de Calatrava elegirá, tras la batalla de Las Navas de Tolosa, no sólo
como avanzada para la conquista de Al-Andalus, sino como lo que en el futuro
será su sede secular, el más importante monasterio fortificado de la Península.
Los caballeros de la
orden de Calatrava lo construyen entre los
años 1213 y 1217. Poco tiempo hacía que había tenido lugar la batalla de
Las Navas y muchos de los prisioneros árabes de aquella fueron utilizados como
mano de obra en su construcción.
Fue una de las
fortificaciones más importantes de la Península y también la sede maestral,
durante siglos, de esta poderosa orden militar. Sustituía a la que había su
sede fundacional, Calatrava la Vieja, desde mediados del siglo XII, y en su memoria se levantó.
Y como gran sede que iba
a ser, la dotaron de convento, de iglesia, de hospedería y de una puebla que
rodearon de fuertes y numerosos muros hasta formar una auténtica ciudad fuerte.
Pero en el siglo XIV sus recios muros no tienen
nada ni nadie de quien defenderse, ni a quien atacar, así que de manera
sosegada y gradual, pierde su condición militar y se dedica exclusivamente a
funciones religiosas. Los monjes adaptan el inmenso recinto y sus edificaciones
a ese único uso y allí permanecen más de cuatro siglos.
Durante todo aquel
tiempo hacen más reformas y levantan nuevos edificios, hasta que a principios
del siglo XIX, tras las primeras desamortizaciones
fue abandonado de manera definitiva. La sede de la orden se trasladó a la
vecina Almagro y a pesar de que en 1854 fue declarado Monumento Histórico
Nacional, las edificaciones se sumieron en la más triste desidia.
En la Segunda República
se le otorgó la categoría de Bien de Interés Cultural, lo que motivó que se
emprendieran algunas restauraciones, aunque no todo lo fieles que debieran.
Hoy,
afortunadamente, puede ser paseado y disfrutado. Es uno de los mejores
edificios medievales que posee este país que, por gracia o desgracia, no
aparece en esas numerosas y variopintas listas con las que frecuentemente nos
regalan revistas de turismo o páginas web. Error enorme el que comenten sus
autores al no incluirlo; allá ellos con su ignorancia.
Punto y seguido.
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