No sé de dónde me viene, ni cuándo fue
la primera vez que sentí interés por ellos. Sé que uno de los primeros
recuerdos de mi vida es verme dibujando desproporcionadas almenas sobre unas, aún
más, desproporcionadas murallas. Y lo más hermoso era que no existía el
conocimiento, porque, ¿cuántos castillos había visto yo en mi corta vida?, tal
vez sólo Magacela, y desde lejos claro. Sí, seguro, sólo Magacela. Bueno, tal
vez alguno más: desde algunos puntos de mi pueblo se ve no sólo el de Magacela,
también La Encomienda y Medellín. Y desde el puente de la vía, los tres. Pero todos ellos sin detalle, lejanos, puntos en el paisaje, casi difuminados. Así y todo esa visión tan distante debía ser suficiente para despertar la pasión en mí; y a pesar de esa distancia física que
impedía el conocimiento, sin haberlos visto ni tocado, yo ya los
dibujaba.
Después,
a mediados de los sesenta, mi padre compró por fascículos la Historia de España del
Marqués de Lozoya, editada por Salvat. Cada fascículo llevaba en su
contraportada una fotografía de un castillo de España y una muy breve reseña
histórica y descriptiva. Cada vez que se encuadernaba un tomo yo guardaba esas
contraportadas que, en multitud de ocasiones, sacaba de una vieja carpeta
marrón de gomillas para extenderlas por el suelo del comedor y fotografiar
mentalmente cada uno de aquellos castillos, para imaginármelos desde otros
puntos, para buscar referencias que me dieran medidas y, por supuesto, para
inventarme historias. Así fue como me enamoré un poco de casi todos ellos y a
la vez de los que no estaban allí. Y por algunos de ellos perdí el norte, que
perdido sigue.
Pero
volvamos al principio, aunque no sé bien donde está. Creo que el principio debe estar en Magacela.
Sí, seguro que el primer castillo que pisé en mi vida, hacia los diez o doce
años, fue Magacela y ya entonces me estremecí; a pesar de su estado, de su
abandono, no me decepcionó. Aún recuerdo el agradable escalofrío, el mismo que
se repite cada vez que subo y atravieso su puerta: agradable, emotivo, puro
placer.
Igual
que todas las veces que he vuelto a subir, a fotografiarlo, a dibujarlo, a
amarlo, a ser allí amado, a no olvidarlo, a descubrirlo de nuevo, otra vez y
otra, y otra más. Y ese aletear de mariposas en el estómago, signo del amor en
su primer estadio, se me repite cada vez que veo y piso por primera vez un
castillo, en cualquiera; en unos más que en otros, sea cual sea su estado, pero
no falla nunca. Bueno, sí falla, porque cuando vi por primera vez el de Coca,
lejos y desde un coche, no había mariposas ni nada por el estilo, aquello fue
un caos, ciertas vísceras parecían salírseme, hube de frenar en seco para así poder
admirar, en el paisaje, durante un prolongado momento tanta belleza. Cuando me
despertaron de mi ensimismamiento bajé del coche y caminé solo hasta él durante
un largo trecho, alargando así el tiempo que dediqué a admirar el conjunto.
Luego, reducida ya la emoción, entramos en él para gozar de una mañana
inolvidable.
Como
inolvidable fue la mañana que, despreciando inmejorables compañías, me
encaminé, solo, hasta la fortaleza de Gormaz, para vivir tal vez los momentos
más emocionantes que hasta entonces había vivido en un castillo; y permanecí durante un par de horas, solo, que el frío de noviembre no invitaba a
ningún visitante más. A la vuelta, parada en el misterio de Ucero y la vista
que se perdía en el cercano Cañón del río Lobos.
Creo
que he vuelto a perder el hilo del tema. Iba porque Magacela era el principio, y sé que será el final.
Para eso ha ayudado la proximidad, porque al estar cerca, cualquier momento es
bueno para acercarse allí, no necesito excusas para pasearlo y sentarme sobre
una piedra y mirar La Serena
desde cada una de las cuatro estaciones del año: allí Villanueva, a la derecha
La Coronada y Campanario, y si el día es de un azul inmenso, a lo lejos, muy
lejos, el castillo de La Puebla.
Ya para siempre he convertido en una
obsesión este asunto: mis excursiones, mis viajes, mis vacaciones suelen girar
en torno a lugares donde haya un castillo; porque a lo largo de mi vida he
comprobado que no hay paisaje más bello que el que contenga un castillo
recortado en el cielo, ni un pueblo más altanero que el que se descuelga por la
falda de una montaña coronada por un castillo. Da lo mismo su estado, su ruina,
su tamaño o su estilo. Verlo, tocarlo, me es suficiente. Mis sensaciones son siempre
iguales, da lo mismo estar ante la soberbia insultante de Calatrava, la altiva
decrepitud de Benquerencia, la dura belleza de Belvís, el vergonzoso olvido de Mayoralgo o la coquetería de Cortegana.
Y es llegado a este punto del escrito
y de mi vida, que me he dado cuenta que visitar tantos castillos (seguramente no han sido tantos) sólo me ha servido para llenar mis ojos y mi
cámara de fotos, mi mente de recuerdos y mi piel de escalofríos. Pero en ningún
sitio ha quedado reflejado todo eso, de manera que pudiera explicarlo,
compartirlo con quien le pudiera interesar. Y me he estado planteando la manera
de hacerlo, barajando medios, posibilidades; hasta que tomé la decisión de
crear este blog, aunque su administración aún es un mundo inexplorado para mí.
Trataré en él de reflejar no sólo las
impresiones que mis visitas a ellos me produzcan; también añadir datos que las
complementen, fotografías que las ilustren, y cualquier cuestión que sea relacional con el mundo de la castellogía. Que hoy hay medios para acceder a todo eso y sin moverse de casa.
nota:
he barajado multitud de nombres para titular este blog, y finalmente me he decidido por el de la Casa de la Tercia por dos razones: porque este era una construcción muy común en pueblos del Medievo, y porque en la calle donde yo nací y viví muchos años, hay una, y ese sí que fue el primer edificio medieval que vi y toqué en mi vida.
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