lunes, 16 de noviembre de 2015

Castro Marim, el castillo

Castro Marim desde Ayamonte: el castillo a la derecha y a la izquierda el fuerte de San Sebastián.

Por tercera vez, creo recordar, subo al cerro en el que se asienta el castillo de Castro Marim, a algo más de dos kilómetros de la desembocadura del Guadiana. Desde España se llega a él sin dificultad: cruzar el nuevo puente sobre el río y ya estamos en otro país que, en ocasiones, me parece propio. 

En unos minutos llegamos a Castro Marím, y sin pagar peaje. O sea, un pequeño paseo desde mi otra casa. Estamos en la región del Algarve, en el distrito de Faro, en una de las localidades más antiguas de Portugal, que ya en 1277 le fueron concedidos fueros propios.

El cómodo camino de acceso al castillo

Mientras camino por la acondicionada cuesta hacia la puerta de la fortaleza, no puedo dejar de pensar que seguramente romanos (Castro Marim, el castro del mar), antes celtas y fenicios, y después árabes, subieron por este camino para buscar refugio en la altura, controlar la desembocadura del río, navegable desde algunos kilómetros arriba, proteger las viejas salinas o simplemente mirar como el Guadiana se muere en el Atlántico. Pero sobre todo subieron para asentar arriba una fortaleza que sirviera como defensa de múltiples amenazas; y subieron a esta colina y también a las vecinas, que no hay más que volver la vista y ver el fuerte de San Sebastián, y a la izquierda, oculto entre construcciones posteriores, el revellín de San Antonio.

Desde el castillo: Castro Marim, las salinas, el río Guadiana y Ayamonte.

Poco antes de llegar a la puerta, camino por un doble recodo a modo de barbacana abierta, anterior al propio que tiene la puerta, o sea, una molestia más para el asaltante y que no se prodiga con frecuencia. Sobre la puerta, una terraza con espacio para una batería de cañones orientada hacia poniente.

Puerta de entrada

La puerta desde el interior

Después la puerta y en una de las edificaciones reconstruidas, oficina de información y pago de entradas. Una ojeada a una de las  iglesias que tuvo el recinto, la de Santiago, la única que queda en pié, reconstruida tras el terremoto de Lisboa, en la que se exhibe una maqueta del conjunto, suficiente para hacerse una idea previa; y a caminar por el adarve de la ladera oeste: recto, largo, con parapeto, al igual que toda la muralla, y sin almenas, que las desmocharían para facilitar el uso de armas de pólvora. A la izquierda los restos de las edificaciones que tuvo, todas ya sin tejado y sin uso; a la derecha Castro Marím, y más allá, al fondo, como hermoso decorado, el fuerte de San Sebastián. 

Vista del castillo desde el fuerte de San Sebastián

Es este castillo grande, de planta aparentemente triangular, con lados curvos y vértices inexistentes, en perfecta adaptación al cerro que ocupa. En su totalidad está construido de mampuestos y parcialmente enfoscado; seguro que lo estuvo totalmente después de la reforma de mitad del siglo XVII. 
El adarve por el que ahora camino, el que mira al oeste, se inicia sobre la puerta y termina en un baluarte, reformado y almenado para piezas de artillería, con cómoda rampa de acceso a su izquierda, que mira hacia el fuerte de San Sebastián y cubre la amplia zona que separa ambas fortalezas. A mi espalda y en perfecto estado, aunque  cerrado e inaccesible,  el polvorín: un pequeño edificio cubierto con tejado a dos aguas (leo en mi documentación que además tiene bóveda a prueba de bombas) y rodeado por una camisa que le refuerza y protege.

El polvorín


Desde aquí y mientras sigo caminando, observo como un numeroso grupo de personas juegan plácidamente a la petanca, mientras otros pasean por las murallas. Mucha gente hoy en el lugar, muy animado está.

Nuevos usos y torneos en el castillo.

Continúo, yo a lo mío, ahora por el adarve que mira casi al Sur, al mar; desde aquí la vista es espectacular, preludio de lo que será desde las torres. A mi izquierda, en el interior, los restos de lo que fueron las dependencias de tropa y lo que fue otra capilla; muy cerca, excavaciones de lo que se cree fue el castro romano.
Este camino muere en otro baluarte almenado y acondicionado para artillería que, por tener enfrente, hacia el Este y al otro lado del río,  la ciudad de Ayamonte, ya España y por lo tanto enemiga, está reforzado además  por un revellín al que no puedo acceder. Sí veo la puerta y la escalera de acceso, pero todo está acotado, prohibido el paso, parece  formar parte de una de esas eternas obras de excavación. El resto de la muralla, que ya pertenece al tercer lado del triángulo, tampoco es accesible y termina en uno de los muros del castillo "propiamente dicho": del castillo que está dentro del castillo; un castillo más viejo, más cargado de historias y leyendas, tanto que desde 1920 es Monumento Nacional, y una lápida de 1940, toscamente labrada, muestra el agradecimiento del pueblo portugués a este castillo. Verdaderamente curioso.

El castillo viejo



Las inmediaciones de este están llenas de provisionales instalaciones de madera que sirven como escenario a unas fiestas medievales, demasiado frecuentes por nuestras tierras, en las que se pretende recrear la vida y hechos del lugar en aquella época: vida social, costumbres, torneos, animación de calles, exhibición de oficios, comercio, espectáculos teatrales, gastronomía y así todo lo que pueda llevar al visitante a aquel tiempo de reyes, caballeros, damas, guerras, hambre y peste. Y todo ello, aquí en Castro Marim, hacia finales de Agosto y durante cuatro días y cuatro noches, para el que guste. Así que aprovecho uno de los graderíos existentes frente a la fachada principal del viejo castillo para leer la documentación que tengo, a la vez que descanso antes de acometer la segunda parte de la visita. 

Leo que los árabes levantaron sus muros en el siglo X, con ampliaciones y modificaciones que siguieron hasta el siglo XII. En 1242, Pelayo Pérez Correa (Paio Peres), maestre de la Orden de Santiago, conquista estos lugares en nombre del Rey D. Sancho II, huyendo sus habitantes a Niebla, taifa de la que dependían, quedándose despoblada toda la zona. Hasta 1274, el Rey Alfonso III no  ordena repoblar la región, lo que conlleva la reconstrucción del castillo y lo acompaña con la concesión de fuero propio a la villa unos años después.


Su situación estratégica, frontera al reino de Castilla y próxima a África, obligó a edificar numerosas fortalezas. Esta política de defensa la asumió finalmente D. Dinis cuando fue nombrado en 1319, por el Papa Juan XXII, gobernador absoluto del Algarve (curioso: tienen que pasar 600 años para que vuelva a haber otro papa llamado Juan). Se estableció aquí la primera sede de la Orden del Cristo, fundada en Portugal por los miembros de la desaparecida Orden del  Temple en 1314. Entonces se reforzaron los muros del castillo Viejo y se construyeron las murallas del Castillo de Fuera.

Así fue el castillo.

En 1356, la Orden Del Cristo se traslada a Tomar, iniciándose un proceso de decadencia que terminará con nuevos repoblamientos ordenados por Joao I, que reiniciaron cierto auge de la villa, quedando consolidada su importancia en 1504 cuando el rey Manuel I otorga un nuevo fuero.
El infante D. Enrique, el Navegante, residió en él y dio aún más renombre al lugar, no sólo porque fue nombrado gobernador de la Orden, sino por capitalizar los primeros viajes que marcaron la  época de los descubrimientos. De este Infante nos queda por la zona un restaurante en el que comer de vez en cuando. Buen legado, aunque sólo sea el nombre.
A  lo largo de los siglos se remodeló en diversas ocasiones: en el siglo XVII el rey Joao IV lo reconstruye, a la vez que se edifica el vecino fuerte de San Sebastián y el revellín de San Antonio, con lo que quedó garantizada la defensa de la frontera y convirtiendo Castro Marím en la principal plaza del Algarve. A continuación fue protagonista de la Guerra de la Restauración, y en 1755 el terremoto de Lisboa lo afectó de manera considerable. Fue mandado reconstruir por el rey José I, dejándolo tal como ahora lo conocemos: el castillo Viejo, las murallas del Castillo de Fuera, la iglesia de Santiago y varios edificios ya ruinosos, como la casa del gobernador, entre el polvorín y el castillo Viejo, y el resto de edificaciones ya descritas.

Desde el interior del castillo, entrada que da a la barbacana
Desde el patio de armas, entrada principal del castillo

Tiene el viejo castillo dos entradas: una desde el “interior” y otra desde una barbacana exterior, en la ladera Norte, que fue su única entrada antes de la construcción de la llamada Muralla de Fuera. Como me encuentro en el interior del castillo, utilizaré la primera para acceder al Viejo. 
El castillo Viejo, que ahora me dispongo a ver, es un edificio de planta cuadrangular, o mejor ligeramente trapezoidal, con cuatro torres cilíndricas en sus vértices y las dos puertas que antes cité. Accedo por la de la fachada Sur (sobre ella un blasón con las quinas o escudetes del escudo portugués), que es la que da al interior del castillo Viejo, directamente al pequeño patio de armas. A la izquierda, unas dependencias reconstruidas, aunque más me parecen de nueva planta, que contienen un pequeño museo geo-arqueológico; al fondo, en la fachada opuesta la otra puerta, la que da directamente al exterior, seguramente condenada desde las reformas de 1640. A la derecha de esta puerta quedan lo que fueron las caballerizas, y las cimentaciones y arranques de muros de otras dependencias, probablemente la vivienda del alcaide. En ese muro observo lo que fue un portillo, ahora totalmente cegado.
Adosada a la muralla Sur está la única escalera que desde el patio llega al adarve (en la torre opuesta hay otra escalera, pero no es accesible desde la planta baja). El camino de ronda recorre los cuatros muros y se accede a los cuatro cubos de las esquinas, pero hay que hacerlo con cuidado, peligro de caída, que no tiene parapeto y la altura es considerable. Las torres fueron más altas, de unos 15 o 16 metros, pero las desmocharon en cuanto aparecieron las primeras balas, para igualarlas con los muros y así evitar ser blanco más fácil. La misma suerte corrió la torre del homenaje, pero en su totalidad, ya que sus más de 35 metros de altura la hacían inútil ante el ataque de potentes armas de fuego. 

Escalera que sube al adarve


El pequeño patio de armas.
Una vuelta a todo el perímetro, y vuelvo a contemplar el espectacular paisaje: el pueblo, el fuerte, el puente nuevo, las salinas y el río Guadiana fundiéndose con el Atlántico en el horizonte. Mirando el río me imagino remontándolo y visitando todos los castillos que desde sus orillas lo vigilan, como desde hacia tiempo tengo pensado; no es mala idea.


Ya sólo me queda volver a la entrada de las murallas por el adarve norte hasta la terraza abaluartada sobre la puerta de entrada.
Defensa en recodo ante la puerta principal

Desciendo la colina y pongo la vista en el siguiente objetivo, el fuerte de San Sebastián, a ver si me diera tiempo antes de comer.

El fuerte de San Sebastián desde el castillo.

El castillo desde el pueblo. Fachada donde se encuentra la entrada de la barbacana.

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