martes, 9 de enero de 2018

La Vía de la Plata (1)

En numerosas ocasiones de mi vida he recorrido algunos tramos de la Vía de la Plata, casi siempre deprisa, sin apenas detenerme, porque entonces lo importante era el destino, reduciendo el tiempo si era posible. Y las paradas se reducían a un corto descanso y vuelta a seguir. Incluso a veces el camino lo he hecho en tren —lo cual, por cierto, es imposible hoy ante la inexistencia de ese servicio y la desaparición física de muchos kilómetros de vías—. Nunca me había planteado otro motivo de viaje que no fuera el propio trayecto; siempre estuvo primero y únicamente, ya lo he dicho, como finalidad el destino: un lugar donde estudiar, donde trabajar, donde visitar a familiares o donde terminar el viaje, entendido éste como un mero desplazamiento.
Es hora pues de hacerlo con más relajo, con otros ojos; o mejor, con los mismos pero fijándolos casi en exclusiva en esos otros que jalonan el paisaje, esos que vigilan los caminos —no recuerdo dónde lo leí y lo lamento, alguien escribió que los castillos son los ojos de los caminos—.
En verde, la original Vía de la Plata.

La Vía de la Plata no fue una más de las muchas vías que construyeron los romanos sino que fue una de las más importantes. Para entenderlo así basta mirar un mapa de la Península Ibérica en el que se reflejen todas las vías romanas e inmediatamente se podrá interpretar que la línea casi vertical que la de la Plata traza sobre el plano y que va desde Augusta Emerita hasta Asturica Augusta, era el camino más corto y rápido para unir sur y norte, la asentada Bética con la Gallaecia por conquistar. Más tarde, en la Edad Media cambia el sentido, y fue de norte a sur, que ese era la dirección de la Reconquista. Y viceversa, cuando uno de los caminos de Santiago, el Mozárabe, discurrió y discurre sobre ella. Para ir decayendo en el siglo XVIII con la implantación de un incipiente sistema radial de caminos, que se vería potenciado a principios del siglo XX cuando esa estructura radial se potencia y consolida.
Curiosamente, dos mil años después de que los romanos la trazaran y ejecutaran, sigue vigente su itinerario, aunque bastante más ampliado. Sobre él discurre la actual Vía, que fue ampliada, manteniendo su nombre en el tramo clásico y extendiéndolo en el nuevo trazado.  Por el norte la Vía llega hasta la ciudad de Gijón —la apertura al mar, necesaria para las comunicaciones, los transportes, la economía en definitiva—; y hasta Sevilla por el sur —otra vez las comunicaciones, etc., y la salida al mar, que Sevilla es puerto, fluvial pero puerto—. Si bien, en muchos tramos, y para fortuna del camino original, la nueva carretera discurriría por trayectos paralelos.
Admitido pues el aumento que la Vía ha tenido en el pasado siglo, y que le ha hecho crecer de los 470 km que distan Mérida y Astorga, a los 830 km que separan Sevilla y Gijón —siempre contándolos sobre el trazado actual—, me dispongo a recorrerla ahora, aunque sólo sea en el papel, para situar en éste todos los castillos de la ruta y que tanto me gustaría pasear.
Decía más arriba que era hora de pasar sobre la Vía de la Plata con más calma, sí, y ojalá pudiera hacerlo de una manera explícita, con la voluntad de detenerme a cada instante si el paisaje lo requiere, o desviándome ligeramente si las circunstancias lo demandan; sin importarme la exactitud del camino ni la precisión de la ruta —ni, por supuesto, el tiempo empleado—, permitiéndome la licencia de aproximarme a fortificaciones cercanas que no me alejen en exceso de mi camino.
Partiría, llegado el deseado momento, desde Sevilla. Y no sólo por ser inicio o fin de la Vía, sino porque es la ciudad donde resido, y eso me facilita las cosas. Mientras tanto dejemos en el papel virtual de esta CasadelaTercia todos los castillos que flanquean la Vía y los que hay un poco más allá. Voy a por ellos.

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